Cuando era pequeña todos los fines de semana me levantaba la primera, no me gustaba dormir, a las 08.00 de la mañana ya estaba viendo los dibujos animados, pintando o jugando con las muñecas. Mi hermana en cambio se quedaba en la cama, es casi dos años mayor que yo pero siempre se comportaba como si tuviera muchos más, dormir “como un mayor” era uno de los distintivos. Mi padre era de los que se pasaba la mañana en la cama aunque no estuviera durmiendo, aquello para mi ya era el colmo del aburrimiento, me costaba entender que mi madre pudiera dormir hasta las 10 u 11 pero que mi padre voluntariamente y estando despierto pudiera quedarse allí quieto hasta la hora de comer eso era completamente incomprensible, probablemente si él hubiera sabido la cantidad de horas, días, meses que tiempo después pasó en la cama contra su voluntad habría madrugado como yo.
Pasé años levantándome pronto los fines de semana pensando que ése iba a ser un día especial, poco a poco empecé a no tener tanta prisa y a perder la esperanza de que un sábado o domingo no fueran más que otro sábado o domingo cualquiera.
Cuando eres pequeño no tienes tiempo que perder, cuando creces sólo quieres tener tiempo para perderte. Mi infancia se esfumó el día en el que dejé de madrugar y con la madurez encontré un mundo en el que las cosas eran como yo quería, sin decepciones ni esperanzas, sólo cerrando los ojos tanto despierta como dormida supe que aquél era el motivo por el que los mayores duermen más, no es que se cansen con mayor facilidad es que quieren más tiempo para soñar. Bienvenido a la realidad, ese es el premio de consolación.
Hoy soy una gran soñadora, a veces me quedo horas en la cama enroscada entre las mantas repasando las cosas que un día me hicieron feliz, si no han pasado me las invento y si pasaron y las puedo mejorar les hago retoques. No abro los ojos pero estoy despierta.

